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Pablo Amaringo

Pablo César Amaringo Shuña nació en 1943 en Puerto Libertad, pequeño poblado en un afluente del gran río Ucayali, en la Amazonia peruana. Séptimo de trece hermanos, en una familia, que reducida a la pobreza extrema emigró a Pucallpa, donde Pablo asistió solo dos años a la escuela, viéndose obligado a trabajar para ayudar a sostener la familia.

Tenía diez años cuando tomó ayahuasca por primera vez –brebaje visionario utilizado por los curanderos vegetalistas de su región, elaborado a partir de las plantas Banisteriopsis caapi (Yagé) y Psychotria viridis (chacruna)– suministrada por su padre quien por ese tiempo estudiaba el curanderismo vegetalista.
Fue criado como católico, aunque más tarde su padre se convirtió en adventista, y su madre evangélica. Pablo mismo tenía sensibilidad hacia las cuestiones religiosas, a menudo oraba y fue muy curioso sobre temas espirituales.

A los 17 años sufre una grave enfermedad cardiaca, que lo redujo a la incapacidad por más de dos años hasta que se cura con la ayuda de un curandero local, quien le dio ayahuasca. Luego de esa experiencia “me convertí en una persona nueva”, dice. Esto sucedió en 1960. “Desde entonces nunca he tenido ningún problema con mi corazón”.
Fue durante este tiempo de inactividad que comenzó a pintar. Obligado a permanecer en casa, Pablo descubrió que podía dibujar. Con escasez de recursos utilizaba lápices, hollín de las lámparas para sombrear, e incluso los lápices labiales y cosméticos de sus hermanas. Como no podía comprar papel utilizaba cajas de cartón como sustrato.

Por el lado paterno y materno tenía antepasados de varios grupos indígenas. Su madre hablaba quechua, pero crió a sus hijos en español para facilitar su integración en la sociedad peruana. Y también por los dos lados tenía antecedentes de curandarismo, o vegetalismo, como se denomina en el Perú esta tradición mestiza que combina conocimientos y prácticas medicinales sobre las plantas originarias, de diferentes grupos étnicos nativos, con prácticas y creencias provenientes de la cultura occidental adaptadas en versiones populares.

Pablo César Amaringo ejerció durante siete años como sanador en la Amazonía peruana. Entre 1970-76, viajó extensamente en la región actuando como curandero tradicional. Poco a poco aprendió a tomar el pulso y a reconocer las señales de la enfermedad en el cuerpo. Aprende también a utilizar diferentes tipos de técnicas terapéuticas: aspiraciones, la restauración del alma de un paciente, el uso de plantas medicinales, hidroterapia, incorporaciones, masajes, etc.

En 1977, Pablo abandonó su vocación de chamán. Él hace una advertencia: “la ayahuasca no es algo para jugar. Incluso puede matar, no porque sea tóxica en sí misma, sino porque el cuerpo puede no ser capaz de soportar el reino espiritual, las vibraciones del mundo espiritual”. Y es que en la historia de Amaringo, el ayahuasca lo controlaba y por extensión sometía también a su arte. “Cuando él dejó de tomar ayahuasca se refugió en la biblia. Desde ahí decidió pintar las visiones a través del recuerdo y de los ícaros, pero por hacer eso los espíritus también lo acosaban”, dijo en el 2011 su alumno Debernardi, quien durante los años que vivió en casa de Amaringo, cuando era estudiante, veía cómo su maestro se levantaba aturdido por las pesadillas que los espíritus de la planta le causaban.

Se dedicó a la pintura hasta llegar a ser profesor de arte en su escuela Usko Ayar (Usko en quechua significa “espiritual”, y Ayar “príncipe”), donde gratuitamente los estudiantes aprendían la técnica de pintar de Pablo.

En 1985 se conoce en Pucallpa con el antropólogo colombiano Luis Eduardo Luna que adelantaba allí un proyecto de etnobotánica y quien le sugiere un proyecto editorial para dar a conocer su pintura y que se convertiría en el libro “Ayahuasca Visions. The religious iconography of a peruvian shaman”(Visiones de la Ayahuasca: Iconografía religiosa de un chamán peruano). Allí, cada una de las imágenes impresas, en una edición de buena calidad, va acompañada de una explicación de la simbología de sus elementos: espíritus de la naturaleza, propiedades de las plantas y árboles, tipos de rituales…

Estas descripciones de las pinturas, además de ayudar a un mayor entendimiento y profundización de las mismas, nos adentran de una forma más que directa a la visión del mundo espiritual que tienen los chamanes de la cuenca amazónica. Además, estos textos se ven complementados por una excelente introducción al oficio del chamanismo, que abre los primeros capítulos del libro, elaborada a partir de las narraciones y la biografía del propio Pablo Amaringo. El etnobotánico y ecólogo estadinense Terence McKenna, opinó así sobre este libro: «Pablo Amaringo y Luis Eduardo Luna deben ser felicitados por su colaboración. Han producido un hermoso libro que será una contribución duradera a la etnografía y la historia del arte del chamanismo. Las visiones y los estilos de vida en desaparición de los ayahuasqueros del Amazonas son presentados con maravillosa integridad y sensibilidad.”

Así concebía y ejecutaba Amaringo sus pinturas: “Me concentro hasta que veo una imagen –un paisaje, o un recuerdo de uno de sus viajes con ayahuasca– completa, con todos los detalles. A continuación, proyecto esta imagen en el papel o lienzo. Hecho esto, lo único que hago es añadir los colores.” Al pintar sus visiones a menudo canta o silba algunos de los Icaros que utilizó durante su tiempo como vegetalista. Luego vienen las visiones de nuevo, tan claras como si estuviera teniendo la experiencia de nuevo. Una vez que la imagen se fija en su mente, él es capaz de trabajar simultáneamente con varios cuadros. Él sabe perfectamente bien que diseño o color irá. En sus dibujos y pinturas no hay correcciones nunca tiraba una sola hoja de papel. Pablo cree que adquirió de la ayahuasca su capacidad de visualizar de manera clara y su conocimiento acerca de los colores.

Hasta poco antes de su muerte, Amaringo ejerció como pintor, reelaborando las visiones que experimentó durante su práctica chamánica, y al mismo tiempo enseñando a personas jóvenes a pintar en su escuela de artes, en Pucallpa, en la que trabajaó como director y de la que fue fundador junto con Luis Eduardo Luna en 1988.

Antes de morir, estaba trabajando en pinturas de los ángeles, así como en cuadros que documentan la flora y fauna del Perú.


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